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Atardece en el valle de Azpeitia, una fina lluvia bendice los huertos que rodean a la Casa-Torre de los Loyola, hoy familiarmente llamada “la Santa Casa”. A unos metros, en el centro de espiritualidad, la jornada de trabajo va llegando a su fin. Directivos de los diferentes centros universitarios de la Compañía de Jesús de la Provincia de España, nos hemos reunido, animados por el espíritu del magis, para compartir aquellas buenas prácticas que a todos nos ayuden a impulsar una gobernanza y cultura organizativa en clave ignaciana que sea testimonio y catalizador de las Preferencias Apostólicas Universales.

Iniciamos la mañana dejándonos guiar por la oración preparatoria tan cuidada en los Ejercicios Espirituales. Disponemos todo nuestro ser, pidiendo a Dios gracia y lucidez para tener un conocimiento interno de las cosas [Ej 104], desde el sentir y gustar las varias mociones [Ej 313] que este tiempo de discernimiento compartido suscitará en cada uno de nosotros.

A menudo, son tantas las preocupaciones y tareas a realizar… que nos olvidamos de prepararnos y disponernos para que todas nuestras intenciones, acciones y operaciones sean puramente ordenadas en servicio y alabanza de su divina Majestad [Ej 46] Como en tantas ocasiones se preguntara San Ignacio, así también nosotros dejamos unos minutos para preguntarnos sobre el sentido de nuestra misión: ¿Cuál es el fin que nos convoca? ¿Para qué estamos aquí? ¿Cuál es nuestro principio y fundamento?

Como Universidades de la Compañía de Jesús, nuestro modo de proceder no es neutral. Está dinamizado por una espiritualidad que ha de reflejarse en la manera de gobernar y ejercer el liderazgo de las obras, así como en todas y cada una de las actividades que integran nuestra labor educativa.

Si bien cada Universidad tiene su propia idiosincrasia, todas nos sentimos llamadas a construir un cuerpo para la misión. Como nos señala el P. General Arturo Sosa S.J., en el discurso que pronunció en la constitución de la IAJU, todos los que formamos parte de una Universidad jesuita estamos invitados a ser fuentes de vida reconciliada y de reconciliación para este mundo tan herido de desamor.

Sintiéndonos convocados a ser agentes de transformación social, comenzamos nuestra reflexión contemplando la realidad que hoy nos toca vivir. La espiritualidad ignaciana es una espiritualidad comprometida con la realidad y encarnada en el mundo. Es aquí y ahora, donde el Dios de la Vida se hace presente esperando pacientemente que nos sintamos invitados para colaborar con Él en la construcción del Reino creando un orden social más justo, digno, fraterno.

Como nos reitera el Papa Francisco, la globalización de la desigualdad y de la crisis socioambiental está fracturando gravemente la sociedad. Nos encontramos ante una época, cuyo ecosistema digital y revolución tecnológica está generando un profundo cambio de paradigma cultural humano y un nuevo sistema axiológico. Este cambio está siendo tan vertiginoso que a todos en mayor o menor medida nos está generando dificultades para poderlo integrar y saber lo que más conviene.

Las nuevas generaciones que esperamos se sientan llamadas a ser ciudadanos comprometidos por el bien común, hombres y mujeres “para y con los demás”, son generaciones que están siendo educadas en un contexto radicalmente diferente al vivido por los que en este momento estamos liderando y dinamizando las comunidades universitarias. Muchos de nuestros estudiantes han aprendido a vivir sin Dios en contextos en los que cada vez más, faltan verdaderos discursos de sentido, vínculos familiares y/o sociales sólidos y duraderos, y una cultura del buen trato y de protección y salvaguarda de las personas vulnerables.

Esta nueva época que está teniendo lugar, lejos de favorecer unas condiciones de mayor justicia y reconciliación, están generando un mundo cada vez más fragmentado, roto y dividido. La crisis socioambiental, acrecentada por esta terrible pandemia, está provocando una mayor desigualdad, violencia, exclusión, degradación humana y medioambiental.

 

Ante esta situación, se hace urgente la promoción de una ciudadanía comprometida que se sienta corresponsable de la vida del prójimo, como también el que desarrollemos un apostolado intelectual y eclesial que sea sensible y comprenda esta emergente antropología inherente a la juventud. Porque ¿sabemos qué piensan, sienten, viven la juventud de nuestro tiempo? ¿Cuánto les dedicamos a escuchar y a empatizar con su cultura y sus narrativas? ¿Realmente sabemos lo que necesitan, lo que les motiva, apasiona, lo que para ellos son sus horizontes de sentido…?

 

Todos somos conscientes de lo mucho que se juegan nuestros estudiantes durante su etapa universitaria. En estos años, no sólo se preparan para ser unos competentes profesionales, en esta etapa tienen el gran desafío de tomar la vida en sus manos y desarrollar un ejercicio responsable de su libertad. ¿De qué manera ponemos en el centro de todos nuestros empeños educativos el desarrollo integral de nuestro alumnado? ¿Les permitimos que sean protagonistas de su propio aprendizaje? ¿Les ofrecemos caminos, lenguajes y dinámicas que generen propuestas de sentido, una conciencia de ciudadanía responsable y procesos que les ayuden a la personalización de la fe?

 

¿Qué estilo de liderazgo perciben nuestros estudiantes y compañeros de nuestro modo de proceder? ¿Nuestra manera de liderar refleja los valores que San Ignacio fue aprendiendo del evangelio, teniendo como modelo al Cristo humilde y pobre? ¿Somos testimonio de un liderazgo íntegro, coherente, compasivo, humilde, transformador, colaborativo, discernido? ¿En nuestras palabras y sobre todo en nuestro modo de comportarnos, de decidir, de ser, los demás se sienten ayudados en su aprendizaje de vivir, les ayudamos a crecer en plenitud? ¿Cómo se hace presente en nosotros la máxima ignaciana “en todo amar y servir” [Ej 233]?  

 

Como expresa el Eclesiastés, todo tiene su tiempo y tiene su afán. Ignacio conocía bien cómo la naturaleza humana es vulnerable, frágil, falible. Su proceso de conversión, su capacidad de “ver nuevas todas las cosas en Cristo” no fue cosa de un día, fue un proceso lento, con altibajos… Le llevó su tiempo sentir y gustar el amor incondicional y misericordioso de Dios y dejarse conducir y transformar por el Espíritu.

Si nos dejáramos afectar por las Preferencias Apostólicas Universales, ¿Qué es lo que Dios quiere y sueña para nuestras instituciones? ¿Desde qué lógica nos invita a realizar nuestra docencia, investigación y transferencia social? ¿Dónde nos estamos jugando nuestra fecundidad apostólica?

A lo lejos suenan las campanas de la basílica del Santuario llamando al descanso y a la oración. El día ha sido intenso, terminamos la jornada haciendo una visita a la Santa Casa. Al llegar a la capilla de la conversión todos nos quedamos unos minutos en silencio recordando cómo un día como hoy, 500 años atrás, Iñigo López de Loyola llegaba a la Casa-Torre gravemente herido de la batalla de Pamplona. Con una pierna quebrada y otra muy mal herida le llevaron a la habitación de la torre en el tercer piso, la que ahora es la capilla de la conversión. Es un momento que nos sobrecoge y nos llena de agradecimiento. A todos nos une una profunda gratitud por este preciado legado.  Un legado que nos convoca “al mayor servicio divino y bien universal”. Un legado que nos necesita a todos para hacer de este mundo un lugar fraterno, justo, humano y humanizador.